El silencio y "la caló"

Fernando Fernández Román
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El silencio y "la caló"

Madrid, 1 de junio de 2025. Vigésimo primera de feria. Ganadería: EL Parralejo, tres cinqueños (1º, 2º y 6º) y tres cuatreños (3º, 4º y 5º). En general no se dejaron torear de capa, cumplieron en varas, algunos flojearon y otros tuvieron poco fondo. De los cinqueños, el primero escarbador y deslucido, el segundo, escurrido de carnes, al menos regaló algunas embestidas aprovechables y tampoco aportó nada bueno el tercero; el cuarto tomó las telas rebrincado, el quinto se movió descompuesto en los primeros tercios y no dio opciones a su matador; y, por fin, el sexto, reivindicó a su hierro ganadero, embistiendo por derecho. Toreros: Miguel Ángel Perera (estocada trasera, silencio y estocada caída, silencio), Fernando Adrián (media estocada letal, ovación y estocada caidilla y tendida, aviso y silencio) y Tomás Rufo (pinchazo hondo, otro que escupe el toro y media estocada, silencio y casi media estocada y gran estocada, petición y ovación). Subalternos: Excelente en la brega Roberto Blanco y en banderillas Marcos Prieto y Fernando Sánchez. Entrada: Lleno. Incidencias: Tarde nublada, pero de calor asfixiante. Molestó el viento a los toreros durante toda la corrida.

Hoy era día de efeméride: se cumplían 43 años de la llamada "corrida del siglo", aquella de Victorino Martín Andrés que torearon Ruiz Miguel, Luis Francisco Esplá y José Luis Palomar, cuya copia en el formato televisivo de aquella época dio la vuelta al mundo como reclamo de lo que viene a ser un volcán de emociones incontenibles: una corrida de toros como Dios manda y tres toreros que estuvieron "sobrados" de arte y dominio para triunfar con ella de manera apoteósica y salir en hombros por la Puerta Grande junto a ese ganadero inolvidable, el del diente de oro y la sonrisa picara, que, aupado en hombros junto a la tríada triunfal vestida de luces, movía en su mano derecha un clavel, ya mustio por los efluvios de tanta apoteosis que en él se concentrara.

Qué maravillosa fue aquella tarde en Las Ventas. Ni un pitido, ni un plas, plas, plas, ni un grito intempestivo, ni una chorrada inoportuna (como lo son todas las chorradas). Aquella tarde, la Plaza de Las Ventas fue el Pozo de Pasión que creyó ver en ella el insigne escritor estadounidense Waldo Frank. ¡Inolvidable Victorino! ¡Inolvidable tarde de toros la de 1 de junio de 1982!

La diferencia con la que se ha visto esta tarde en Madrid es, también, apoteósica. La corrida de El Parralejo decepcionó, porque la decepción solo se concibe cuando algo contraviene a las mayores y mejores expectativas. Sigo pensando que es una excelente ganadería de bravo. Todavía es joven –apenas veinte años— y ya se sabe que en esto de criar toros bravos hay que manejar tres "eses": Sabiduría, Seriedad y Suerte; si cualquiera de las tres falla, mal asunto. Y eso fue lo que ocurrió: con tres toros de distintas camadas, pero idéntico pie de simiente, lo normal es que hubieran embestido, por derecho, tres o cuatro toros. Pues, no, señor, algo falló; solo el sexto ofreció esas cualidades positivas tan necesarias para que, con ellas, se pueda interpretar el arte del toreo. Así que, conforme iban saliendo los toros de El Parralejo por el chiquero, se nos venía encima la modorra del desencanto para quienes ejercíamos de meros espectadores y una catarata de silencios para los toreros.

Tengo para mí, que el silencio es el peor castigo que se le puede inferir a un torero. Ofrecerle un silencio es algo así como espetarle: "perdona, pero es que no se me ocurre nada que decirte" En esto del toro y el torero, la nada es lo peor; pues bien, antes de salir el último toro, se nos habían caído encima cuatro losas de silencios y una ovación discreta y justa para Fernando Adrián, que después de jugarse el tipo con un farol de rodillas y unos lances discretos al primer toro de su lote, se plantó como un húsar sobre la arena para embarcar al del Parralejo en unas buenas tandas con la mano diestra y un par de ellas de naturales. Este muchacho asume el riesgo con una impavidez fuera de lo común y se pasa a los toros, por delante y por detrás, tan tal aplomo, con tan pasmosa seguridad, que los animales acaban por claudicar ante una osadía tan apabullante. El toro solo quería quitarle la muleta de la mano, pero Fernando Adrián se empeñó en torear ligado, muy por abajo… y lo logró. Peor se lo puso el quinto, un huracán intempestivo que no lograría arredrar nunca al torero, pero era imposible triunfar con semejante material bovino. Tampoco logró el deseado triunfo Miguel Ángel Perera, con el lote peor entre lo malo, ni Tomás Rufo en el tercero de la tarde, un toro que no hizo otra cosa que defenderse y pegar cabezazos de acá para allá.

En esas estábamos cuando apareció el sexto, de nombre Gestor, un cinqueño con toda la barba. Ante él, Tomás Rufo dio una dimensión de torero más cuajado, más inteligente para plantear terrenos y distancias, dosificar las tandas de pases y elegir las suertes que mejor encajen en el público. Por eso se fue a los tendidos de sol, que, además de considerar que eran los menos visitados por el viento, son también los más agradecidos a la absoluta entrega del torero. Así que Gestor y Tomás se pusieron de acuerdo para "gestionar" la faena de muleta, la única de la tarde que fue coreada por olés rotundos y aplaudida a rabiar. Si llega a clavar el estoconazo que colocó en lo alto, antes del pinchazo hondo que le precedió, cae la oreja con toda seguridad.

Parece cosa chunga que un Gestor --eso, sí, en colaboración con un buen torero--- levantara esas losas de silencio que llevaban camino de dar la tarde por perdida. Un nuevo silencio y "la caló", hubieran acabado con el tipo más aguerrido y el cuerpo más resistente. Este Gestor debería abrir una sucursal para esta semana que viene.



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